miércoles, 9 de marzo de 2016

A mis cuarenta y pocos (III)

Vivimos una época tecnológica. Sin embargo para mí no es sinónimo de inquietante. No tengo ningún problema en general con la tecnología. Desde los dispositivos móviles hasta los servicios en la nube, pasando por la Thermomix y la cámara trasera de mi vehículo, para mí todo está bien. Aquello que dicen algunos de que los libros en papel tienen un encanto que no tienen los libros electrónicos me parece una chorrada. Ni siquiera me da apuro configurar mi móvil para que me ofrezca textos o vídeos según mis gustos, aunque a veces la respuesta del mismo a veces me asombre al recordarme automáticamente dónde he aparcado. Y lo único que no uso de todos los adelantos tecnológicos es aquello que no ha despertado mi interés, el internet de las cosas, verbi gratia.
Ningún miedo a priori. Y adoro, casi en la misma medida que a mi móvil,  las ficciones apocalípticas de un futuro de guerra entre máquinas y humanos. Me entretienen hasta el punto de que alguna vez me he planteado escribir alguna yo mismo. Por ello, al igual que sucedió con el episodio Eco Vs. Lee, es algo para mí que no debería desbordarse más allá de la más elemental curiosidad.
Sin embargo mi móvil se encargó, en los días cercanos, de destrozar esa frontera. En la aplicación en la que el móvil sugiere “temas para leer” aparecieron juntos el Universo 25 y un comentario al último robot de Boston Dynamics.

Universo 25. El nombre me gustó desde el principio, precisamente porque parece más el título de una de esas novelas de un futuro apocalíptico que el nombre de un estudio etológico. Cuando finalmente abrí el artículo para leerlo, debo ser sincero, tuve que buscar primero el significado de etología. Aclaradas las dudas, el artículo al principio me fascinó como cualquier novela de ciencia ficción. Hasta que mi cerebro por fin asumió que aquello era ciencia a secas, sin el apellido de ficción. Y describía una sociedad cómoda, abastecida y con las necesidades cubiertas que se iba a la extinción sin más ni más y por sí misma. Colapsaba sin más motivo aparente que haber llegado al bienestar. Como padre que se preocupa por las necesidades de sus hijos y por su futuro y su prosperidad aquello fue una hecatombe. Mis convicciones temblaban babeantes en algún rincón de mi psique.

No recuerdo bien si fue el mismo día o el siguiente, pero el móvil, convertido ya en una herramienta de la locura y la destrucción, me sugirió un interesante enlace a un vídeo de un robot llamado Atlas, quien ya se había desconectado del cordón umbilical que ataba a sus hermanos robots anteriores y era capaz de abrir la puerta de su ¿casa? y salir y sobrevivir en un mundo exterior nevado y hostil. Y a nadie puede extrañarle que el robot haga tal cosa, ya que el vídeo documentaba vejaciones y un ambiente laboral claramente hostil.
Mi mente, malformada por tanta ciencia-ficción destructiva, en el primer vistazo a este vídeo, vio esto. Y sobre todo cuando accedí al enlace “Creyeron que no existiríamos” que en la propia página sugerían para compaginar con el visionado del vídeo.

*

Mézclense todas las informaciones, suavemente pero con firmeza, en una persona cuyas inseguridades han ido creciendo desde que un ser vivo –demasiado vivo, si quieren saber mi opinión– con rizos danzarines se vio traumatizado al descubrir mi edad…

Puto móvil.

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