miércoles, 12 de junio de 2013

Silencio Administrativo: Amable, capítulo I



Se miró los dedos atentamente mientras contaba, como queriendo trascender más allá del cálculo, como buscando un alma para esos números que mentalmente desgranaba. Treintaitrés. Una docena de letras –peor: dos dígitos, una palabra–, resumían sus años de dedicación a la Administración Pública.

Sintió pesadez en el fondo de los pulmones al suspirar.

Aquella mañana lluviosa, Amable –sólo el Olimpo sabe porqué la Fortuna y el Destino hicieron esa broma macabra con su patronímico– atravesó las puertas automáticas de la Delegación dando grandes zancadas, aventando una nutrida colección de gotas de lluvia que alcanzaron los nuevos muebles y las paredes recién reformadas.

Durante casi un año entero toda la entrada y planta baja de la Delegación estuvieron anegadas con unas obras inacabables que hacían la llegada al trabajo tan complicada como un decathlón. Y el primer día que ya quedó libre el espacio, Amable llegaba enredado en su propia contrariedad. Siempre había criticado a los que llegaban tarde. Siempre, desde que empezó a trabajar, hará ya… Amable no sabía cuánto hacía ya y además no era el momento de sentarse a calcular, coño, que llego tarde.

Diestro, gobernaba el apresurado vuelo de la gabardina; a siniestra, sujetaba el paraguas y blandía la tarjeta de fichar, también mojada. Se estiró –ostentación de una flexibilidad que no tenía– extendiendo el brazo agarrotado por la prisa y basculando torpemente el peso del cuerpo sobre una pierna, hasta alcanzar la máquina destinada a registrar las horas laborales. Así, con gesto de “foto-finish”, con gran aparato de extremidades desplegadas, comenzó su jornada laboral en aquel frío preludio de otoño.

La máquina lo confirmó: hoy entraba quince minutos tarde… Amable tomó resuello. La maldita lluvia debía de tener la culpa del retraso. O la máquina. Si, seguro que la máquina. Hoy entraba en funcionamiento el nuevo sistema de fichaje, con su tarjeta magnética por aproximación. Seguramente estaría todavía en pruebas y tardaría un tiempo en empezar a funcionar bien. Seguramente.

Recompuso la cintura de sus imperturbables pantalones de tergal oscuro, sacudió la humedad de la inamovible raya en la pernera y reubicó el volumen abdominal que la camisa blanca ceñía con severas dificultades. Sobre su nariz sudorosa unas gafas de concha nuevamente en boga se deslizaban hasta la punta con el consentimiento tácito de su dueño, mientras sus dedos rechonchos secaban la doble papada por encima del cuello de la camisa.

Seguramente estaba mal la máquina esa.

Un vistazo al reloj que había envejecido en su muñeca lo habría confirmado… pero no es el momento de sentarse a calcular, coño, que llego tarde.

Mientras se retiraba la gabardina con la pulcra precaución que la humedad le obligaba, giró sus pasos de pato hacia el despacho y sólo cuando consiguió desembarazarse y ordenar sobre su antebrazo la prenda y el paraguas, sus pies angulados recobraron paulatinamente la dignidad de un cisne, joroba incluida.

Afrontó el pasillo recién inaugurado: el que fuera una suerte de tunel de metro de los años cincuenta lucía ahora como un cabaret de los ochenta sobreiluminado y adornado con espejos en lugar de cuadros.

Los zapatos de Amable ahogaban su taconeo en el nuevo pavimento, si bien su respiración dificultosa delataba su presencia: cuantos más esfuerzos hacía por parecer sigiloso para que su lamentable error (que seguro que ha sido la máquina, eso no puede funcionar bien todavía) pasase desapercibido, la sinusitis crónica que le aquejaba parecía oírse con volumen creciente a lo largo y ancho del edificio y probablemente en los aledaños de los bares.

El reflejo de su figura saltaba de un espejo a otro con celeridad displicente, centrado únicamente en llegar lo antes posible a su Servicio y lo más discretamente posible, con la vista fija en el suelo. La marcha parecía imparable, y sin embargo se detuvo. En medio del pasillo, tan vacío como nuevo, Amable se sintió arrojado de sus cabilaciones cuando sus ojos se desviaron mínimamente del suelo sobre el que trotaba y atisbaron algo en los espejos. ¿Qué era eso?


Treintaitrés. Justos. Hoy cumplía treintaitrés años de trabajo y no sabía decir si lo peor era haberlos cumplido o haber tenido que sentarse a calcularlos.

Eso era su reflejo en las cristaleras del pasillo recién reformado de la Delegación. Amable se vio a sí mismo. Y ese no era el mismo adulto maduro y seguro que esa misma mañana había visto en el espejo del baño de su casa. Las luces, los mármoles, los diseños de los espejos… qué clase de magia obraba en su contra ahora para encontrarse con un gordo viejo y calvo, mal afeitado y gesto de lelo. Y además empapado. Y sudoroso. Y desarreglado. Y…

Amable se sentó en una maceta, a la sombra de una palma de Bambú y entre los crisantemos, manchando de tierra húmeda su pantalón de tergal y dejando caer su gabardina y su paraguas en medio del pasillo.

Seguro que ha sido la máquina. Nunca funcionan bien al principio. Nunca.

Allí sentado, calculó. Pero no lo tarde que había llegado.

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