martes, 18 de junio de 2013

Silencio Administrativo: Amable, capítulo II



Toda su vida había tardado doce minutos exactos en llegar del trabajo a casa, excepto los viernes, que se levantaba más temprano para desayunar en el bar con un poco de jeta recién asada. Alardeaba de fichar cada día a la misma hora, minuto arriba, minuto abajo, salvo aquellas veces en las que los avances tecnológicos mecanizaron el procedimiento de ficha: la confusión de la novedad y la progresiva –imparable– frialdad de los dispositivos inevitablemente le llevaron a algún error, debidamente subsanado en tiempo y forma ante la autoridad correspondiente.

Profundamente humano, amante vitalicio de los procesos artesanos, en su haber se contaban habilidades que abarcaban materias muy dispares, desde equilibrar balances a golpe de lápiz del número dos hasta conocer –minuto arriba, minuto abajo– la hora exacta en que en la tasca terminaban de preparar las tortillas. Había conseguido mantener durante treintaitrés largos años sus maneras, su hora de salir a tomar el café y su asiento. Sólo una vez consintió el cambio de mesa y tres el cambio de silla. Y, por supuesto, nadie consiguió que su puesto se desplazase ni un centrímetro por más que los cableados de las nuevas herramientas lo exigieran.

Pero también había sido un revolucionario cuando las circunstancias lo exigieron. Él introdujo el sobre de ventanilla, sin apoyo de los superiores. Y no cejó en su empeño hasta que el Servicio contó con su propia fotocopiadora. Y permitió la entrega de escritos por fax, cuando los fax no eran más que grandes máquinas ruidosas que vomitaban papeles ilegibles que se iban borrando con los días. ¿Y cuando el Servicio tuvo su propia centralita de telefonía, con varios números? Por no hablar de los impresos en papel autocopiativo, medida que nunca consiguió implantar del todo.

Él consiguió que la Administración funcionara independientemente del viento político, que los papeles siguiesen su orden y las llamadas se atendieran según una jerarquía prevista. Él fue quien tiró del carro hacia delante y lo sacó de su letargo. Era el líder de un grupo que funcionaba bajo sus órdenes hacía más de veinte años. Un líder que, con sus segundos y esa longeva centralita, aún continuaba manteniendo el ritmo.

Mantuvo a su grupo unido, no necesitaron más formación que la que él les dio. Tuvieron pocas bajas –amén del fax de papel térmico–, pocos quisieron irse hacia otros servicios. Y quienes intentaron entrar, sólo los que se mantuvieron a su nivel, permanecieron.



Amable se levantó de la maceta, hincó las gafas de pasta hasta las cejas, se sacudió la culera del pantalón y recogió del suelo sus pertenencias. Irguió el gesto, repasó el nudo de la corbata y, envalentonado, se volvió a mirar en el espejo.

Quizá algo rechoncho, tontería no reconocerlo. Hasta el espejo de su baño alguna vez se lo había sugerido mientras se afeitaba a navaja. Pero era un líder. Un líder no tiene horas bajas. Un líder no se deja derrotar por un espejo. Un líder no cae ante la fascinación de lo nuevo. Pero sobre todo, un líder nunca llega tarde. Estas máquinas NUNCA funcionan bien el primer día.


En ese número ¿cuántas cosas se resumían? ¿Cuántas de ellas valían la pena? Un número que sólo cuenta tiempo. Y el tiempo es el transcurso del no me he dado cuenta.


Y cargando su gabardina en ristre, empujó la puerta renovada de su Servicio.

miércoles, 12 de junio de 2013

Silencio Administrativo: Amable, capítulo I



Se miró los dedos atentamente mientras contaba, como queriendo trascender más allá del cálculo, como buscando un alma para esos números que mentalmente desgranaba. Treintaitrés. Una docena de letras –peor: dos dígitos, una palabra–, resumían sus años de dedicación a la Administración Pública.

Sintió pesadez en el fondo de los pulmones al suspirar.

Aquella mañana lluviosa, Amable –sólo el Olimpo sabe porqué la Fortuna y el Destino hicieron esa broma macabra con su patronímico– atravesó las puertas automáticas de la Delegación dando grandes zancadas, aventando una nutrida colección de gotas de lluvia que alcanzaron los nuevos muebles y las paredes recién reformadas.

Durante casi un año entero toda la entrada y planta baja de la Delegación estuvieron anegadas con unas obras inacabables que hacían la llegada al trabajo tan complicada como un decathlón. Y el primer día que ya quedó libre el espacio, Amable llegaba enredado en su propia contrariedad. Siempre había criticado a los que llegaban tarde. Siempre, desde que empezó a trabajar, hará ya… Amable no sabía cuánto hacía ya y además no era el momento de sentarse a calcular, coño, que llego tarde.

Diestro, gobernaba el apresurado vuelo de la gabardina; a siniestra, sujetaba el paraguas y blandía la tarjeta de fichar, también mojada. Se estiró –ostentación de una flexibilidad que no tenía– extendiendo el brazo agarrotado por la prisa y basculando torpemente el peso del cuerpo sobre una pierna, hasta alcanzar la máquina destinada a registrar las horas laborales. Así, con gesto de “foto-finish”, con gran aparato de extremidades desplegadas, comenzó su jornada laboral en aquel frío preludio de otoño.

La máquina lo confirmó: hoy entraba quince minutos tarde… Amable tomó resuello. La maldita lluvia debía de tener la culpa del retraso. O la máquina. Si, seguro que la máquina. Hoy entraba en funcionamiento el nuevo sistema de fichaje, con su tarjeta magnética por aproximación. Seguramente estaría todavía en pruebas y tardaría un tiempo en empezar a funcionar bien. Seguramente.

Recompuso la cintura de sus imperturbables pantalones de tergal oscuro, sacudió la humedad de la inamovible raya en la pernera y reubicó el volumen abdominal que la camisa blanca ceñía con severas dificultades. Sobre su nariz sudorosa unas gafas de concha nuevamente en boga se deslizaban hasta la punta con el consentimiento tácito de su dueño, mientras sus dedos rechonchos secaban la doble papada por encima del cuello de la camisa.

Seguramente estaba mal la máquina esa.

Un vistazo al reloj que había envejecido en su muñeca lo habría confirmado… pero no es el momento de sentarse a calcular, coño, que llego tarde.

Mientras se retiraba la gabardina con la pulcra precaución que la humedad le obligaba, giró sus pasos de pato hacia el despacho y sólo cuando consiguió desembarazarse y ordenar sobre su antebrazo la prenda y el paraguas, sus pies angulados recobraron paulatinamente la dignidad de un cisne, joroba incluida.

Afrontó el pasillo recién inaugurado: el que fuera una suerte de tunel de metro de los años cincuenta lucía ahora como un cabaret de los ochenta sobreiluminado y adornado con espejos en lugar de cuadros.

Los zapatos de Amable ahogaban su taconeo en el nuevo pavimento, si bien su respiración dificultosa delataba su presencia: cuantos más esfuerzos hacía por parecer sigiloso para que su lamentable error (que seguro que ha sido la máquina, eso no puede funcionar bien todavía) pasase desapercibido, la sinusitis crónica que le aquejaba parecía oírse con volumen creciente a lo largo y ancho del edificio y probablemente en los aledaños de los bares.

El reflejo de su figura saltaba de un espejo a otro con celeridad displicente, centrado únicamente en llegar lo antes posible a su Servicio y lo más discretamente posible, con la vista fija en el suelo. La marcha parecía imparable, y sin embargo se detuvo. En medio del pasillo, tan vacío como nuevo, Amable se sintió arrojado de sus cabilaciones cuando sus ojos se desviaron mínimamente del suelo sobre el que trotaba y atisbaron algo en los espejos. ¿Qué era eso?


Treintaitrés. Justos. Hoy cumplía treintaitrés años de trabajo y no sabía decir si lo peor era haberlos cumplido o haber tenido que sentarse a calcularlos.

Eso era su reflejo en las cristaleras del pasillo recién reformado de la Delegación. Amable se vio a sí mismo. Y ese no era el mismo adulto maduro y seguro que esa misma mañana había visto en el espejo del baño de su casa. Las luces, los mármoles, los diseños de los espejos… qué clase de magia obraba en su contra ahora para encontrarse con un gordo viejo y calvo, mal afeitado y gesto de lelo. Y además empapado. Y sudoroso. Y desarreglado. Y…

Amable se sentó en una maceta, a la sombra de una palma de Bambú y entre los crisantemos, manchando de tierra húmeda su pantalón de tergal y dejando caer su gabardina y su paraguas en medio del pasillo.

Seguro que ha sido la máquina. Nunca funcionan bien al principio. Nunca.

Allí sentado, calculó. Pero no lo tarde que había llegado.

viernes, 7 de junio de 2013

Silencio Administrativo II

Ya adelanto que seré injusto en estos posts, porque el imaginario colectivo lo es. Cuando pensamos en funcionarios traemos a nuestra imaginación una mesa atestada en una oficina infrailuminada donde una criatura dormita tras un ordenador y al amparo no sólo del Estatuto Básico del Empleado Público, también al de una máquina de aire acondicionado pagada con el dinero de todos. Los funcionarios son oficinistas. Los policías no, esos son la autoridad represiva. Los médicos tampoco, responden mejor al simil del ricachón en ese imaginario al que me refería antes. ¿Los profesores? ¿Los profesores son funcionarios? ¿El profesor que suspende a Jaimito en todos los chistes también lo es? ¿Y las enfermeras? Bueno, podría decir cualquier ciudadano de a pie, puede que lo sean.

Ahora bien, lo que el imaginario no acepta (“no input file specified”) es que entre los empleados públicos se tenga que contar a los empleados de prisiones o a los modelos en vivo de las Facultades de Bellas Artes. Pero en el filo de la aceptación estarían los conserjes o el personal de instalaciones deportivas. ¿Y el de mantenimiento de tuberías? Error 404, funcionario not found.

Lo cierto es que cuando llega el momento de cagarse en los funcionarios, la imagen que corresponde es la del oficinista haragán y apático que obstruye con su ineficiencia el pegajoso papeleo al que la ciudadanía en general se ve obligada cuando la administración correspondiente le solicita datos, dineros o documentos.

Los funcionarios, ya se sabe, tienen la culpa de todo.



A mayor abundamiento: “Funcionario”. Vamos, dilo. Pronúncialo en voz alta. ¿A que no puedes decirlo sin reírte?

Venga, con todas las letras: “funcionario”.

Sonríes al menos ¿verdad?, aunque sólo sea por dentro, aunque sólo sea con desprecio. O con tristeza. Como mínimo, si lo dices en presencia de varios, alguien sonríe. Hasta los propios funcionarios sonríen.

Existen figuras míticas en el imaginario social –el cura, el político, “mi cabo”, el del Lepe, “esto son un inglés, un francés y un español”, el mariquita, el salido, la puta, “los mozos del pueblo”, el facha…– que pueden hacer más o menos gracia según vivencias o convicciones personales. Pero la del funcionario, por odio o por envidia, de una manera o de otra, por motivos reales o por mitos amargos, siempre encuentra una sonrisa común, un “mira lo que me ocurrió”, una queja, una letanía, una de esas leyendas que, a falta de caballeros andantes, son las que configuran la contemporaneidad más atroz.

Y ello porque es su figura quien ha vertebrado la conciencia de la realidad social y económica, las normas que rigen la jornada laboral, las conversaciones de despacho que jamás se extinguen. Le pese a quien le pese.

Funcionario valiente, funcionario español…



No lo oculto, yo soy funcionario. Que traducido quiere decir que soy oficinista. Resulta curioso que en determinadas circunstancias sociales sea necesario ocultarlo. Bien porque cuando un paro galopante golpea en lo más sentido de una sociedad, los funcionarios son proscritos; bien porque cuando la abundancia económica asiste a esa misma sociedad, son más bien el objeto de muchas burlas, cual parias. Ocurre con los funcionarios lo mismo que con, verbi gratia, los ciudadanos estadounidenses, que aunque los haya buenos y malos, todos son tachados por el mismo rasero malintencionado.

No pretendo hacer una defensa a ultranza, sólo reírme –¡yo también!– de la figura del funcionario, mostrar el absurdo de una máquina tan desmedida –tan silenciosa, sí– como es la Administración Pública, pero también mostrar el exceso de una sociedad que necesita y exige la existencia de esa Administración a la vez que la denosta. Reírme de mí, en definitiva, como indigno funcionario, como dignísmo miembro de la sociedad en la que vivo, como escritor indignante y como indignado contribuyente.

martes, 4 de junio de 2013

Silencio Administrativo I



No cabe la menor duda de que llamar Silencio administrativo a un post lleno de palabras (ruidos, en su concepción más superficial) es irónico. Es tan evidente que explicarlo hace que pierda toda su gracia. Por lo que antes de terminar este párrafo debería pedir perdón por haberlo comenzado.

Pero la ironía del silencio administrativo es más profunda. Es tan cruel, que en el fondo no tiene ninguna gracia. Cualquier funcionario u opositor –no tanto el ciudadano de a pie, que es el principal afectado– sabe que la propia definición que la ley da al silencio de la administración es un chiste macabro redactado por juristas en una tarde de borrachera en la que se apostaron a ver quién hacía la pirueta legal más cabrona.

El Derecho administrativo es claro… Bueno, perdón. Ningún Derecho, y el Administrativo menos todavía, es claro. Pero por algún motivo que ignoro, se utiliza la expresión de que “el Derecho es claro” cada vez que alguien se pone a explicar lo que dice ese Derecho. Y he aquí otra contradicción: si el Derecho fuese claro no necesitaría de explicación ninguna. Sin embargo ha elegido ser ostentoso y enrevesado en su exposición y ello ha creado la necesidad de tener desde catedráticos de Derecho hasta abogados, pasando por literatos advenedizos que se divierten en hacer bromas fáciles con las esencias del Derecho.

Sea como fuere y a mayor abundamiento, “el Derecho Administrativo es claro”: toda vez que un ciudadano o ciudadana solicite abrir un procedimiento (expedientes, recursos, tramitaciones varias, escritos diversos, actuaciones legales, recetas, ritos u otros formalismos exigidos para pedir algo a la Administración) y la Administración dé la callada por respuesta a tal procedimiento, los interesados e interesadas en el mismo pueden entender que sus pretensiones son estimadas por la Administración “en todos los casos”.

La primera vez que cualquiera lee esto, se siente inundado por la alegría, experimenta una suerte de manto protector cálido y amoroso sobre sus hombros, reniega de todas esas otras veces que no pensó estar protegido por la ley, deplora haber sido tan injusto con la Administración Pública y sus responsables y acaso enjuga una lágrima de sus ojos exánimes… Los funcionarios, según esto, son y serán siempre una pandilla de vagos irredentos. TIENEN que serlo. Cuando el ciudadano o ciudadana lee por primera vez acerca del silencio administrativo, ve el sentido de tamaña indolencia laboral, lo siente como una obligación del oficinista tramitador de escritos para que la justicia no cese, para que el amparo legal sea ese abrigo cariñoso que siempre habían ansiado. La primera vez que cualquiera lee esto vive en un mundo de ilusión y fantasía que hace palidecer a cualquier utopía revolucionaria, hippie, paradisíaca o anarco-tradicionalista. Hasta que sigue leyendo.

Porque el silencio administrativo estima las pretensiones “en todos los casos” salvo… que una ley no lo permita, que el recurrente esté ejercitando su derecho de petición, que se requiera el traspaso de “facultades relativas al dominio público” o que se solicite la impugnación de otros actos de la propia Administración… No nos engañemos, el silencio administrativo es estimatorio en todos los casos, salvo en todos los casos. En esa tarde de borrachera, la carcajada de los juristas debío de ser estruendosa.

Claro, terminada la lectura completa del articulado de la ley en torno al silencio administrativo, los funcionarios y su pereza vuelven a ser los culpables y la Administración una máquina tan injusta como insondable.

Silencio administrativo es, pues, el mejor nombre para una serie de posts dedicados a las mejores esencias de los trabajadores a sueldo de las grandes empresas en general y de los funcionarios muy en particular. Una ironía que define a otra.