martes, 18 de octubre de 2011

Muerte de un minero

–Está rabiado –decía, presa del cansancio–. Se pasa el día quejándose de las sondas y de los goteros. Quiere levantarse todo el rato y no debe. Y cuando siente que se ahoga, en lugar de llamar a la enfermera para que le dé oxígeno, hace todo lo posible por llegar hasta la ventana e intentar respirar el aire de la calle; que nunca es suficiente, y entonces se enfada más aún.

A Jose –así, sin tilde y con el acento desplazado a la otra sílaba– desde hacía tres meses un café le duraba tres cigarros y una conversación acerca de su padre agonizante. Ya estaba apagando el segundo.

–No se conforma. Ha levantado una familia de siete hijos gracias a la mina, pero le duele tener que pagar el precio de la silicosis.

Lo que Jose –ni siquiera Pepe, sólo Jose, apenas escrito con mayúscula– no me contaba es que sólo dos de los siete hijos estaban acompañando a su padre en sus últimos momentos.

–Y lo que peor lleva es que ya es viejo, le fallan demasiados órganos y demasiadas fuerzas. Y depender de una enfermera gorda y maleducada para tener que caminar tres pasos hasta la taza del váter le endemonia.

Por eso Jose –con la resignación de quien tiene un nombre tan manido– habla con el primer conocido que se cruza en su camino mientras se frota unas ojeras que ha elegido tener, pero que no por ello le duelen menos.

–Pero sabes lo que te digo… Que ha vivido como ha querido, ha tenido para comer él y su familia, ha bebido hasta hartarse, ha vivido en una casa digna, ha salido con las mujeres que se le han puesto en gana… Que no sé porqué se cabrea tanto si ha tenido una vida mejor que muchas.

Y Jose –deje de albañil acostumbrado a escuchar su nombre pronunciado a gritos– se levanta precipitando sus últimas palabras sobre las monedas que pagan los dos cafés y ahogando mi despedida con un ‘gracias por escucharme’.

De nada, Jose.

¿Sabes qué te digo, Jose? Que espero morir yo antes que tú. Porque si mueres antes que yo, no tendré más remedio que poner en tu lápida “Si les cuento la vida de este hombre, seguramente pensarán que la vida de él fue mejor que la de cada uno de ustedes”.

Alas

Porque yo no tengo la culpa. Aunque quizá también porque la tengo.

Porque madrugo tarde. Porque siempre llego tarde a mis madrugadas.

Porque ayer no fregué los platos. O quizá los fregué con el agua sucia.

Porque me gustan los días nublados, grises, fríos, detenidos, solitarios, silenciosos.

Porque he convertido a mi corazón en la más convincente de mis excusas.

Porque predico como importante lo que no me importa. O al menos lo que todo el mundo cree que me importa, si bien nadie sabe en realidad, ni siquiera yo, qué es lo que me importa. En definitiva, porque todo lo que escribo carece de cualquier importancia.

Por eso.

Por eso usaré toda mi flaqueza

para salir del infierno

—el infierno en el que no estoy—

con las alas que no tengo.