miércoles, 21 de marzo de 2007

Monovolumen

Como cada viernes, hacemos las maletas, una para ti y para mi, tres o cuatro para el niño. Y eso que nos hemos contenido, porque el niño cumple un año mañana y es previsible que a la vuelta tengamos que meter los regalos hasta en la palanca de cambios.

Las cosas, "sólo las imprescindibles, ¿eh?", se amontonan en el suelo tras el coche, a la espera de ordenarse en el maletero de alguna forma increíble, desconocida, mágica. Y se apodera de mí el deseo de que aquellas casas móviles a las que se refería un olvidado artículo en alguna ignota revista puedan ser realidad algún día. Si bien me obligo a deshacerme de tal deseo y a empezar a manipular las geometrías relativas y desesperantes del equipaje dentro del espacio vacío -pero finito, ay, tan finito- del maletero.

Uno se puede formar para lograr realizarse en la vida, o estudiar para labrarse un futuro, o leer mucho para desarrollarse intelectualmente, o estar atento en general para prevenirse en particular... pero nadie en ningún lado te forma para las pruebas más difíciles que el porvenir te tiene reservado, a saber: las reformas en casa, las mudanzas y llenar el maletero del coche cuando vas de viaje.

Mientras peleo tercamente con la bolsa de la ropa del niño (razono para mí, con mucha convicción y pocos resultados, que la ropa de invierno tiene que poderse aplastar más), se me hace evidente que todos mis años de formación han sido en vano: soy un ignorante, un auténtico tonto, tal vez un inútil.

En el apogeo del desprecio hacia mí mismo, como un misterio que se manifiesta pero no se desvela, la última maleta encaja en el hueco preciso. Y el espacio vacío se transforma en un compacto magma de ropa, útiles de aseo y otros imprescindibles de la vida urbana.

Mi mujer llega con el niño en brazos. Les sonrío, triunfal. Mi mujer me mira. ¿Ríe? ¿Se enfada?

-¡Pero si todavía falta la silla del niño!

Necesito un monovolumen. Aún no he terminado de pagar este coche, pero es que odio sentirme tan rematadamente tonto.

jueves, 15 de marzo de 2007

Redefinición de la soledad

Abajo, unos chicos, saltándose una clase o dos o tres, tocan palmas con poco sentido del ritmo y gimen a modo de canto. El día está indeciso, y cambia nubes por sol de modo espontáneo, haciendo del gemido cantado una bulería deslucida o un croar cansino. Las palmas, a su vez hacen un eco sordo contra el bloque de enfrente y acentúan la soledad de esta demasiado calurosa mañana de primeros de marzo.

Ignoro si hay una palabra, sólo una, para definir ese sentimiento de soledad en el que sabes que detrás de cada una de las ventanas que ves frente a tu casa y dentro de cada uno de los pisos que componen tu edificio, hay muchas personas. Y que cada una de ellas pone lo mejor de sí misma para hacerse invisible al resto. Aunque todas ellas sean muy conscientes de la presencia de todas las demás. Y mientras, cuatro adolescentes se empeñan en hacerse notar cuando son los más interesados en no ser vistos por demasiados testigos.

Quizá la extraña sensación de un invierno cálido en exceso me hace desconcentrarme con demasiada facilidad y buscar retos lingüísticos donde no hay sino pereza, o soledades donde sólo hay acumulación de silentes. O quizá es que dos horas de palmas y cante mal ejecutados aturden a cualquiera.

No se callarán, no.

lunes, 5 de marzo de 2007

Teoría de la felicidad

"Deberías irte para la cama", me dices, mientras continúas planchando las cuatro lavadoras que pusiste en dos días y secaste encima de los radiadores a toda prisa, "mañana tienes que conducir". Los kilos de ropa arrugada aún superan a la planchada.

Dejo de teclear y me desperezo frente al ordenador, estirando músculos inactivos y tendones entumecidos. Me crujen las vértebras.

El niño duerme, por fin, cuánto le ha costado hoy conciliar un sueño lo suficientemente profundo como para que nos sintamos buenos padres.

Te miro. Miro la habitación. Me miro a mí mismo con los ojos cerrados. Ahora es uno de esos momentos en los que Dios en persona te presta sus gafas para que veas, para que seas consciente de lo que es real, real de veras, al margen de las palabras, al margen de nuestro triste entendimiento que no alcanza a significar la felicidad.

Se te cansan los brazos, se me cansa la vista, la gasolina ha vuelto a subir de precio, parece que el niño vuelve a tener un poco de moquera, todavía hay que decidir dónde van los enchufes en la habitación del niño, mañana pasan el seguro de coche y la cuenta corriente se resiente cada vez mucho antes de fin de mes...

Maldita sea, me lo quedo.

jueves, 1 de marzo de 2007

Telepatía

-¿Sabes a quién vi? A...
-A José Julio, no me digas más.
-¡Sí!
-¿He acertado? Vaya. Oye, ¿y le dijiste...?
-No, no me atreví, pero le comenté lo que pensábamos...
-¡Ah! Lo de eso... Y no me digas, te respondió que...
-Exacto.
Y con un "no cambiará nunca" terminamos nuestra ¿conversación?

Lo he recordado mientras un científico desmontaba esta mañana en la radio la mera posibilidad de la existencia de la telepatía. Qué sabrán los científicos, recuerdo que me dije.

-Oye, tráeme eso.
-¿El qué?
-El chisme ese.
-¿Cuál?
-El cacharro de ahí.
-¿Esto?
-No, coño, eso no, la cosa esa...
-¡Ah! Esto de aquí.
-¡Vete a cagar! Lo que está ahí atrás.
-Aquí no hay nada.
-Si es que cuando no quieres entender no entiendes, coño. Ya voy yo a por ello.

Pueseso.

martes, 27 de febrero de 2007

Hay que seguir intentándolo...

Al salir, me miras con ojos tristes y redondos y en tu boca se esboza una curva convexa de decepción. Tu cara, toda ella, cae de nuevo en la melancolía y quizá hasta en la desesperación. No te atreves a hablar, temes que si abres la boca sólo te salga de dentro un gemido cansado, una lágrima con forma de sonido.

Sí, te entiendo, habíamos aplicado muchas esperanzas, pensábamos que ésta iba a ser la buena, habíamos puesto -sobre todo tú, es verdad- las ilusiones que habíamos podido malrescatar de todas las anteriores decepciones.

Y me abrazas. Y me dices que estás cansada. Y suspiras. Y no ves salida...

Y yo te abrazo. Y aunque yo también estoy cansado no te lo digo. Y cojo un puñado de aire, lo más grande que puedo, y lo ahondo en mis pulmones para que me oxigene el alma antes de decirte:

"No te preocupes, seguro que acabaremos encontrando un mueble de baño que nos guste. Hay que seguir intentándolo..."

domingo, 25 de febrero de 2007

La madurez

En la cola de la caja de supermercado, mi mujer y yo poníamos en práctica una cuidadosa técnica, elaborada tras complejos experimentos, con el fin de que el agrupamiento de cada conjunto de alimentos fuese óptimo: los congelados juntos y apelotonados, las verduras frescas nunca con los detergentes, las conservas repartidas en el fondo de las bolsas, los productos de limpieza en bolsa aparte... Todo ello mientras una larga cola de personas, que ha asumido el consumismo del fin de semana con una naturalidad indiferente, se impacienta como la lengua de un glaciar con una prisa antinatural.

Porque a pesar de la lentitud de la cola, lo normal, lo que exige el estándar “persona que está de compras”, es sentirse apremiado. Item más si vamos con el niño: hay que darse por contento si hemos conseguido que juegue con una galleta mientras lo sujetamos colgado de un brazo; y ni hablar de ponerlo en el asiento abatible del carrito so amenaza de voces, ayes y lo mejor de su repertorio en materia de moqueo. La presión de las miradas de la gente ya es de por sí lo bastante intensa como para que encima les des motivos para que te restrieguen lo mal padre que eres, mira qué alto llora tu hijo, Herodes cabrón.

Así que trata de encontrar tu yo interior, refúgiate en él, no sientas, busca el tao o el nirvana o la mierda que se llame eso y abre bolsas indiscriminadamente. Y al final no tienes casi ni tiempo de asombrarte por los ochenta euros que la cajera, indolente, goma de mascar en la boca, apática ante la trascendencia de su gesto sobre el datáfono, ha rascado de tu tarjeta de débito. Pero notas cómo una curiosa sensación de dominio de tu vida se escurre por tu piel.

O al menos así era hasta hoy, en que me encontré a Fernando en la cola del supermercado, peleando sin tregua contra una bolsa de naranjas de cinco kilos y la billetera. Parecía haber envejecido diez años en el par de ellos que llevábamos sin vernos.

No me reconoció, ¿había sucedido lo mismo conmigo?

No me reconocí, ¿mi mayor logro en la vida era una elaborada técnica de control de crisis en la cola del supermercado?

Al sentarme ahora al ordenador y al tratar de ordenarme, lo que me parece de todo punto incuestionable es que la madurez es un lugar del que nadie cuenta sino sandeces y al que siempre se está yendo por primera vez. Y uno nunca tiene claro si ha llegado, salvo cuando la estación ya ha quedado atrás y se dirige a otra etapa a la que no sabe si quiere o si debe ir.

¿La tan cacareada madurez era esto? Me voy a jugar con mi hijo.