martes, 15 de marzo de 2016

A mis cuarenta y pocos (epílogo)

La conclusión final, por si alguien no se había dado cuenta, es que todo cambia y ante el cambio hay que saber mantener el foco. A lo que alguien podría decir que si lo podía resumir en una frase, para qué me enredo en tantos posts.
No te digo yo que no. Pero aquí va otro post, por si acaso.

Hace poco estaba la manada jugando. El Futbolero tenía examen al día siguiente, pero estaba tan bien preparado el juego que me dio pena ponerle a estudiar de inmediato. Yo acababa de superar mi “crisis de los cuarenta”, se suponía que estaba en paz conmigo mismo, que todo tenía sentido. Y la alegría de la manada sólo era comparable al ruido que emitían: El Troll era un indio y había pasado las mangas del jersey del pijama por las piernas para hacerse el disfraz; El Futbolero era un zombi y tenía un arma de diamante; finalmente La Reina De La Casa era una princesa (of course!) y tenía la única espada de oro que podía acabar con el zombi. La princesa debía acabar con el zombi, claro, pero a la vez debía vencer el miedo irrefrenable que sentía hacia el zombi, tarea en la que le ayudaba el indio. He visto películas con menos argumento.
Así que, en lugar de sacar a El Futbolero del juego, me metí en la cocina para ir adelantando con la cena. Cocinar me gusta, entre otras cosas, porque te deja tiempo para terminar pensamientos que has empezado antes. Y tanta felicidad rodando por los pasillos de la casa (y enciendo todas las luces, por lo visto los zombis tienen un miedo terrible a la luz) me hizo recordar algunos de los mejores momentos de los allí jugantes.
¿Os preguntáis por qué El Futbolero recibe ese sobrenombre? Seguro que os lo preguntáis, soy muy críptico cuando elijo los sobrenombres. Pues viene de lejos, aunque yo todavía tengo muy vívido el día que lo fui a recoger a la guardería y, con sus tres años recién cumplidos, me espetó:
–Papá, yo soy del Barça.
Cuantos me conocen saben lo absolutamente nada que me importa el fútbol. Pero que dijera tal cosa un mico que nunca jamás había visto en la tele algo que se pareciera a un jugador de fútbol y que ni siquiera tenía balón de fútbol entre sus juguetes, sólo se merecía una pregunta:
–¿Y tú sabes qué es eso?
–No, pero yo soy del Barça.
Y tan contento. La culpa de esto la tuvo su amigo El Chano (paradoja: El Chano a día de hoy es más del Real Madrid que su padre…). Y cada vez que ambos se juntaban, sólo se podía jugar, hablar y respirar fútbol. Hasta su profesora lo dijo: nunca en su clase el fútbol había tenido tanta presencia. Pensé que en un ambiente como el de nuestra casa, donde el fútbol no se menciona ni para despreciarlo, se le pasaría pronto, como el sarampión. Pero muy equivocado estaba. A día de hoy, cada vez que me cruzo con él por los pasillos, me hace un caño con un balón imaginario; en cuanto su cuerpo se levanta de algún sitio, se siente obligado a fintar y tirar a gol; cualquier objeto que se encuentre por el suelo vale como balón, no tiene que ser ni redondo… Sin ir más lejos, en el juego de aquella tarde, de vez en cuando se escuchaba al zombi gritar ¡gol!
Ahí estaba yo con mis recuerdos, terminando la cena, cuando se abrió la puerta de golpe. El Futbolero tenía algo importante que decirme.
–Papá, por cierto, ya sé qué quiero por mi cumpleaños: ¡un balón de baloncesto!


Mantén el foco, mantén el foco, mantén el foco…

lunes, 14 de marzo de 2016

A mis cuarenta y pocos (y V)

La respuesta definitiva, la réplica insoslayable me la dio El Troll. Íbamos al cole en coche por la mañana. El Futbolero y El Troll peleándose, claro. Y La Reina De La Casa parloteando a su rollo, quizá intentando contarme el cuento que su profesora les contó el día anterior, versión ampliada y embellecida. El jaleo dentro del coche era enorme. Mis fuerzas, cualquiera de mis ánimos, el más mínimo de los alientos… desaparecidos todos. Bastante tenía con no salirme de la calzada, inmerso por una parte en la duda de si me había llegado la crisis, e inmerso por otra en el ruido que no cesaba.
Cuando el galimatías de palabras bajó un poco de intensidad, acerté a decir:
–Cansáis a las piedras, majos –en nuestra ciudad es obligatorio terminar todas las frases con “majo”.
–En verdad os digo que si éstos se callan, hablarán las piedras.
Juro sobre la guitarra de Zappa que dentro del coche se escuchó esa frase exactamente. Y no terminaba con “majo”.

¿Y quién fue el locutor de la frase? ¿Un ángel bajado del cielo dispuesto a iluminarme? ¿El mismo Dios dando respuesta a mis cuitas? ¿El coro de la gloria eterna abriéndome de par en par las puertas del cielo tras haberme estrellado con el coche…?

La frase fue una respuesta para mí, no tardé en darme cuenta. Ése era el sentido. No sé si estoy o no en la crisis esa. La cuestión es el ruido.
Las muertes de tus héroes o de tus “cobardes”, el futuro descifrable en el comportamiento de unos animales, el bienestar de tu familia, el miedo al colapso, la crisis de los cuarenta, tus hijos peleándose… la vida es ruido. Por más que mi estimado M se empeñe en decir que la vida es amor o donación o lectura incontrolada de clásicos rusos… antes que todo eso la vida es ruido. Palabra de heavy.
Todo lo que se te viene encima, a lo que puedes estar más receptivo o menos, o que lo puedes saborear más concentrado o diluido, o que tu sensibilidad puede ser más afín o lejana según circunstancias… Lo que sea, todo se resume en ruido. Y todo fue muy bien en mi vida hasta que en mi vida mi ruido cambió. Cuando ella calló, las piedras hablaron.
Y fue El Troll, en su recién revelado talento como profeta, quien lo dijo. Y créeme, no conviene llevarle la contraria a El Troll. Lo finalmente importante, lo que cierra esta breve historia, es que la crisis que abrió La Reina De La Casa con sus cuatro años sorprendidos ante mis cuarenta y dos, que me llevó a toparme con una sucesión de noticias e historias, que a su vez me llevaron a doblegarme ante un ruido diferente al de mi bajofuncional familia, no dejaba de ser una mera cuestión de foco. Sólo eso. De no dejar hablar a las piedras y que sean estos quienes me hablan.

Lo siento, M. No hay crisis. No es verdad. Nos la has intentado colar, pero no. Igual es que en tu casa esa banda de estorninos de la que hablas hace poco ruido.

jueves, 10 de marzo de 2016

A mis cuarenta y pocos (IV)

La pregunta era clara: ¿qué coño está pasando? La respuesta era lo que no estaba claro.

Lo que tienen estos tiempos hiperconectados es que de pronto te tropiezas con el blog de alguien que cometió el tremendo error de conocerte de joven. Sin transición, inadvertidamente, encontré ante mis morros, testificado por escrito, a mayor abundamiento y en ausencia de lucro cesante, a un abogado hecho y derecho donde hace unos años sólo había un jovenzuelo con una guitarra en una mano y el talento desbordándose por la otra, al que llamaré simplemente M. Él, adicto a los sustantivos como es, acostumbra a abreviar los nombres propios así, por lo que supongo que será de su agrado.
Años hacía que no sabía nada de M. Me perdonarán ustedes si no enlazo con el blog, pero desconozco si al señor M le hará alguna gracia. Es muy suyo, en particular con los comentarios. Una leyenda en internet dice que “tienes menos futuro que un comentario sospechoso en el blog del señor M”.
Amén de bienintencionado y positivista, M cuando escribe es un poco moñas. Ha habido algún diabético que ha estado a punto de morir después de leer algún post. Le puede su afán de paz en el mundo, lo que no deja de ser curioso viniendo de un abogado que lee a los clásicos rusos sin parar.
Pero lo que más me sorprendió fue que M comenzó su blog a dos años vista de la “crisis de los cuarenta”. M sabía que iba a tener una crisis a la mencionada edad, exactamente. Y para prepararse o armarse o prevenirse o simplemente para decir “ya os lo dije”, dos años antes empezó a escribir un blog cuya esencia consistió en sentir cómo se avecinaba la crisis, su leve forcejeo con ella y su brillante superación, momento en que le puso punto y final. Y encima amenaza con publicarlo en formato árbol muerto.
Ésa era la excusa. En realidad no era más que una exhibición sin pudor de lo maravillosa y multifuncional que es su familia. Para lo cual, por cierto, no hacía falta el blog en absoluto. Pero cada vez que lo leo, yo miro a la mía. La Reina Madre, El Futbolero, El Troll, La Reina De La Casa y yo mismo, adornados al máximo con nuestras virtudes, empalidecemos junto a la familia de M y exhibimos una bajofuncionalidad de la que, a veces, hasta nos sentimos orgullosos. Por no hablar de lo que empalidece nuestro piso de un solo cuarto de baño y condensaciones al lado de la casa con jardín y estudio para pintora de M.

A La Reina Madre y a mí, en el colmo de nuestra imperfección, la crisis de los cuarenta se nos había olvidado. Se nos pasaron los cuarenta y nadie nos notificó, en tiempo y forma, nada acerca de ello. Hasta que La Reina De La Casa subsanó (y mejoró) el error administrativo, ya que no pasaron muchos días entre que la rizosa protagonizó el estupor por primera vez en su vida y M le puso punto final a su blog. Fue otra coincidencia más. Y fue el momento en el que me pregunté si a mí me estaba llegando la crisis esa, con retraso… también.

miércoles, 9 de marzo de 2016

A mis cuarenta y pocos (III)

Vivimos una época tecnológica. Sin embargo para mí no es sinónimo de inquietante. No tengo ningún problema en general con la tecnología. Desde los dispositivos móviles hasta los servicios en la nube, pasando por la Thermomix y la cámara trasera de mi vehículo, para mí todo está bien. Aquello que dicen algunos de que los libros en papel tienen un encanto que no tienen los libros electrónicos me parece una chorrada. Ni siquiera me da apuro configurar mi móvil para que me ofrezca textos o vídeos según mis gustos, aunque a veces la respuesta del mismo a veces me asombre al recordarme automáticamente dónde he aparcado. Y lo único que no uso de todos los adelantos tecnológicos es aquello que no ha despertado mi interés, el internet de las cosas, verbi gratia.
Ningún miedo a priori. Y adoro, casi en la misma medida que a mi móvil,  las ficciones apocalípticas de un futuro de guerra entre máquinas y humanos. Me entretienen hasta el punto de que alguna vez me he planteado escribir alguna yo mismo. Por ello, al igual que sucedió con el episodio Eco Vs. Lee, es algo para mí que no debería desbordarse más allá de la más elemental curiosidad.
Sin embargo mi móvil se encargó, en los días cercanos, de destrozar esa frontera. En la aplicación en la que el móvil sugiere “temas para leer” aparecieron juntos el Universo 25 y un comentario al último robot de Boston Dynamics.

Universo 25. El nombre me gustó desde el principio, precisamente porque parece más el título de una de esas novelas de un futuro apocalíptico que el nombre de un estudio etológico. Cuando finalmente abrí el artículo para leerlo, debo ser sincero, tuve que buscar primero el significado de etología. Aclaradas las dudas, el artículo al principio me fascinó como cualquier novela de ciencia ficción. Hasta que mi cerebro por fin asumió que aquello era ciencia a secas, sin el apellido de ficción. Y describía una sociedad cómoda, abastecida y con las necesidades cubiertas que se iba a la extinción sin más ni más y por sí misma. Colapsaba sin más motivo aparente que haber llegado al bienestar. Como padre que se preocupa por las necesidades de sus hijos y por su futuro y su prosperidad aquello fue una hecatombe. Mis convicciones temblaban babeantes en algún rincón de mi psique.

No recuerdo bien si fue el mismo día o el siguiente, pero el móvil, convertido ya en una herramienta de la locura y la destrucción, me sugirió un interesante enlace a un vídeo de un robot llamado Atlas, quien ya se había desconectado del cordón umbilical que ataba a sus hermanos robots anteriores y era capaz de abrir la puerta de su ¿casa? y salir y sobrevivir en un mundo exterior nevado y hostil. Y a nadie puede extrañarle que el robot haga tal cosa, ya que el vídeo documentaba vejaciones y un ambiente laboral claramente hostil.
Mi mente, malformada por tanta ciencia-ficción destructiva, en el primer vistazo a este vídeo, vio esto. Y sobre todo cuando accedí al enlace “Creyeron que no existiríamos” que en la propia página sugerían para compaginar con el visionado del vídeo.

*

Mézclense todas las informaciones, suavemente pero con firmeza, en una persona cuyas inseguridades han ido creciendo desde que un ser vivo –demasiado vivo, si quieren saber mi opinión– con rizos danzarines se vio traumatizado al descubrir mi edad…

Puto móvil.

martes, 8 de marzo de 2016

A mis cuarenta y pocos (II)

Varias cosas, desde ese día tan sorprendente para La Reina De La Casa, me fueron dejando algo pesado en el ánimo. No fueron cosas especialmente llamativas. Fueron cosas que, por suerte o por desgracia, pasan a diario. Normalmente pasan de largo, otras tienen alguna incidencia, como piedras en el camino…
La muerte de Umberto Eco y de la autora de Matar a un ruiseñor fue una de ellas. A mí, en lo personal, me importaba más la muerte de Harper Lee ya que Matar a un Ruiseñor fue una de esas novelas que alegraron alguno de los veranos de mi adolescencia. Umberto, más académico, me parece importante, pero en lo afectivo significa menos para mí. Y se estaba hablando mucho del académico y casi nada de la escritora.
Curiosamente, de entre todas las citas de Eco que inundaron internet, tropecé con una que me pareció irónica. Hablaba de los héroes, de que no existían, que en realidad no eran más que personas ordinarias –cobardes, por añadidura– que deseaban llevar una vida ordinaria y no tuvieron más remedio que hacerse notables por las circunstancias: “El verdadero héroe es héroe por error. Sueña con ser un cobarde honesto como todo el mundo”.
Harper Lee también definió a los héroes, pero no fue tan concisa en su definición. Ella prefirió dejar claro que los héroes sólo son personas ordinarias que ante circunstancias extraordinarias no se dejaron arrastrar. Y para dejarlo claro, un aforismo le pareció escaso. Escribió la novela de Atticus Finch.
El héroe de la lingüística y la semántica, el héroe que negó la realidad de las cosas en favor de las palabras, Umberto Eco, eclipsaba a una persona ordinaria que nunca aspiró a ninguna heroicidad y encima sentencia de que los héroes en realidad no son tales. De la ironía nos queda el nombre y este pedazo de realidad...

Dicho lo cual, queda patente que de por sí estos eventos no deberían haberme dejado impresión alguna, más allá de la mera reflexión. En esta diatriba nacida del fallecimiento de dos escritores no debería quedar en mí más mella que la curiosidad de las circunstancias. Pero en el fondo sentí mi propia muerte el día que dejé abrumada con mi edad a La Reina De La Casa. Yo pensaba que era su héroe: siempre me pide ayuda, respuestas, juegos, cosquillas… Siempre espera algo de mí, como de un héroe, ordinario, no sé si lejanamente parecido a Finch y su hija Scout. Y ese día… ese día no le ofrecí lo que pedía. Morí un poco, no pude remediar pensarlo. Se le cortó la alegría por completo. Se sintió obligada a cambiar de tema. Olvidó la canción que había aprendido. Y detrás de ese corte no había ninguna lección, ningún gesto a lo Finch, nada glorioso que recordar salvo que son cuarenta y dos. ¿Y cómo habré llegado yo hasta aquí, maldito cobarde?
Harper Lee parecía haber hecho una pregunta al mundo entero al fallecer. “¿Me recordáis?”. Algo así. Y de pronto un gigante apareció de entre las noticias de actualidad, afirmó categórica y ampulosamente que los héroes son todos unos cobardes –“Atticus Finch también”– y obligó a la frágil escritora a caer en el olvido, de nuevo, deteniendo el alegre baile de una melena rizada llena de una energía aparentemente incontenible.

Absurdo, ¿verdad?
*

Y la muerte de Eco y Lee sólo fue el principio. Las piedras del camino no se habían acabado.

lunes, 7 de marzo de 2016

A mis cuarenta y pocos (I)

Recogí a la Reina De La Casa del cole como habitualmente, yo cansado ya y ella dando botes de alegría. Me contagia su alegría siempre, pero junto con su alegría no suele transmitirme su energía. Se ve que su energía ni se crea ni se destruye ni se presta, únicamente se transforma en un bucle continuo de rizos, parloteos y canciones en reproducción aleatoria continua sin tiempo a tomar aire siquiera. Lo cierto es que hoy me hubiese venido bien que me prestara algo, un poquito, una pizca apenas, de ese torrente energético que parecía desperdiciarse detrás del impulso de cada bote.
Hoy, aprendiendo a contar, una profesora de prácticas que aún no ha terminado sus estudios universitarios, les enseñó una canción en la que se cantaba la edad de cada uno. Con los niños y niñas la canción se acababa pronto, en el cuatro. La canción tuvo más éxito, y mucha más duración, con la edad de la profesora de prácticas. ¡Hasta el veintiuno! ¡Hala, hasta el veintiuno! Exclamaron todos y se pusieron a cantar, saltándose el orden y omitiendo números, del uno al veintiuno durante largos minutos.
La Reina De La Casa todavía estaba emocionada y en cuanto me vio se puso a explicarme con pelos –muchos pelos, todos rizados y saltarines– y señales la canción, los números, los saltos, los bailes… Tuvo que ser una clase épica llena de derroche energético. Qué envidia. La explicación se extendió mientras la recogía, le ponía el abrigo, le arreglaba la ropa, cruzábamos el pasillo y la puerta y el jardín y la cancela, llegábamos al coche aparcado, se sentaba y le ponía el cinturón. Mientras yo me sentaba al volante, se debió de dar cuenta de que lo mejor era un ejemplo:
–A ver Papá –dijo, en plena vorágine– ¿tú cuántos años tienes?
–Cuarenta y dos, hija.
–¡Hala! –exclamó. Y todas sus explicaciones, sus canciones, su barullo de palabras y hasta sus rizos se quedaron quietos.
Su energía ni se crea ni se destruye ni se presta, hasta que la dejas patidifusa. Entonces se le va por el desagüe de una respuesta que, vete tú a saber por qué, cacho viejo, no se esperaba.

*

La Reina De La Casa me remató un día ya de por sí agotador. Con su cara inédita de sorpresa apenas encontré fuerzas para arrancar el coche y volver a la rutina, adorada rutina que mantiene a la familia en funcionamiento a pesar de todo.

martes, 18 de junio de 2013

Silencio Administrativo: Amable, capítulo II



Toda su vida había tardado doce minutos exactos en llegar del trabajo a casa, excepto los viernes, que se levantaba más temprano para desayunar en el bar con un poco de jeta recién asada. Alardeaba de fichar cada día a la misma hora, minuto arriba, minuto abajo, salvo aquellas veces en las que los avances tecnológicos mecanizaron el procedimiento de ficha: la confusión de la novedad y la progresiva –imparable– frialdad de los dispositivos inevitablemente le llevaron a algún error, debidamente subsanado en tiempo y forma ante la autoridad correspondiente.

Profundamente humano, amante vitalicio de los procesos artesanos, en su haber se contaban habilidades que abarcaban materias muy dispares, desde equilibrar balances a golpe de lápiz del número dos hasta conocer –minuto arriba, minuto abajo– la hora exacta en que en la tasca terminaban de preparar las tortillas. Había conseguido mantener durante treintaitrés largos años sus maneras, su hora de salir a tomar el café y su asiento. Sólo una vez consintió el cambio de mesa y tres el cambio de silla. Y, por supuesto, nadie consiguió que su puesto se desplazase ni un centrímetro por más que los cableados de las nuevas herramientas lo exigieran.

Pero también había sido un revolucionario cuando las circunstancias lo exigieron. Él introdujo el sobre de ventanilla, sin apoyo de los superiores. Y no cejó en su empeño hasta que el Servicio contó con su propia fotocopiadora. Y permitió la entrega de escritos por fax, cuando los fax no eran más que grandes máquinas ruidosas que vomitaban papeles ilegibles que se iban borrando con los días. ¿Y cuando el Servicio tuvo su propia centralita de telefonía, con varios números? Por no hablar de los impresos en papel autocopiativo, medida que nunca consiguió implantar del todo.

Él consiguió que la Administración funcionara independientemente del viento político, que los papeles siguiesen su orden y las llamadas se atendieran según una jerarquía prevista. Él fue quien tiró del carro hacia delante y lo sacó de su letargo. Era el líder de un grupo que funcionaba bajo sus órdenes hacía más de veinte años. Un líder que, con sus segundos y esa longeva centralita, aún continuaba manteniendo el ritmo.

Mantuvo a su grupo unido, no necesitaron más formación que la que él les dio. Tuvieron pocas bajas –amén del fax de papel térmico–, pocos quisieron irse hacia otros servicios. Y quienes intentaron entrar, sólo los que se mantuvieron a su nivel, permanecieron.



Amable se levantó de la maceta, hincó las gafas de pasta hasta las cejas, se sacudió la culera del pantalón y recogió del suelo sus pertenencias. Irguió el gesto, repasó el nudo de la corbata y, envalentonado, se volvió a mirar en el espejo.

Quizá algo rechoncho, tontería no reconocerlo. Hasta el espejo de su baño alguna vez se lo había sugerido mientras se afeitaba a navaja. Pero era un líder. Un líder no tiene horas bajas. Un líder no se deja derrotar por un espejo. Un líder no cae ante la fascinación de lo nuevo. Pero sobre todo, un líder nunca llega tarde. Estas máquinas NUNCA funcionan bien el primer día.


En ese número ¿cuántas cosas se resumían? ¿Cuántas de ellas valían la pena? Un número que sólo cuenta tiempo. Y el tiempo es el transcurso del no me he dado cuenta.


Y cargando su gabardina en ristre, empujó la puerta renovada de su Servicio.